“Lo amé con mi vida y él me la fue quitando día a día”, mencionó Montse cuando la entrevisté. Esta es su historia, que narra cómo los amores violentos pueden terminar con todo.
Montserrat Hidalgo tiene 35 años, es mamá de 2 niñas, una de 17 y otra de 9 años; ellas son su mayor orgullo, su motor y la razón por la que hoy tiene una vida muy distinta a la que padeció al lado de su ex pareja.
“Hay amores que hieren, amores que matan”, esos que no deberían existir y por los que debemos seguir levantando la voz para evitar más feminicidios.
Montse está viva porque logró salvarse y aunque su alma está llena de cicatrices, estas le enseñaron a valorarse como no lo hizo durante años.
“Yo tengo dos amores de mi vida (mis hijas) y un gran error de mi vida, fue Armando”, me dijo. A él lo conoció en la secundaria, ella era una generación menor; sin embargo, convivían mucho porque estaban en la selección de basquetbol.
Se hicieron amigos porque Armando era el capitán del equipo varonil, por ello le pidió que la ayudara a mejorar sus tiros libres y pasaban mucho tiempo juntos practicando.
Cuando Montse pasó a segundo y Armando estaba en su último año de secundaria, se hicieron novios. Durante la kermés por el Día del Estudiante jugaron a casarse y se besaron, así se dieron cuenta que se gustaban.
Él pasaba por ella todos los días a su casa para llegar juntos a la escuela y la iba a dejar al salir. En el receso también se la pasaban juntos, al igual que los fines de semana que eran sus partidos de básquet.
Se volvieron inseparables, aunque a veces ella extrañaba pasar el receso con sus mejores amigas. Nunca lo propuso porque pensó que su novio podría enojarse.
Al año siguiente que Armando se graduó, le propuso a Montse que se fuera a vivir con él. Ella le pidió que la dejara terminar la secundaria para que sus papás no se opusieran.
Montse creció en un hogar violento y machista, viendo cómo su papá golpeaba a sus hermanos varones y a su mamá, quien por miedo a perder el sustento económico, se aguantaba todo.
Así que cuando Armando le propuso una vida juntos, pensó que podría ser la oportunidad de tener algo distinto; pero lo que en realidad le entusiasmaba era huir de su casa.
Poco antes de terminar la secundaria Montse quedó embarazada, así que a partir de ese momento se mudó a la casa de Armando, quien vivía con su mamá, su padrastro, sus hermanos y sus medios hermanos.
En la casa de Armando les asignaron una habitación para ellos y no imaginó que ese espacio sería lo único que podría usar. Su suegra le prohibía hasta ocupar la cocina para preparar de comer.
Armando no siguió estudiando, comenzó a trabajar en un restaurante de comida rápida y ella se aburría todo el día encerrada en su cuarto, así que prefería irse a casa de sus abuelos.
Hasta que su suegra le contó a su hijo que ella se iba en cuanto él salía a trabajar, por lo que Armando le prohibió salir, alegando que seguramente se iba a ver con otros hombres.
Montse por no pelear le hizo caso; además estaba empezando su último trimestre de embarazo, quería vivirlo de la manera más tranquila posible.
Le pidió a Armando que le comprara una parrilla pequeña para poder cocinar en el cuarto y posteriormente acondicionaron un trastero para que no saliera más que al baño.
“Siempre me sentí una arrimada, pero sabía que no podía regresar a la casa de mis papás y menos embarazada, así que me aguanté todo, fue cuando entendí a mi mamá a quien juzgué por años”, mencionó.
Cuando nació su primera hija, su Lucero, pensó que su suegra iba a cambiar con ella, pero no fue así. Un día que se metió a bañar, le encargó a su suegra a la bebé y ella aprovechó para llevársela sin avisarle.
Regresaron hasta en la noche, ella le reclamó y le prohibió que volviera a hacer lo mismo, pero la discusión subió de tono y terminaron en los golpes.
Cuando llegó Armando se enteró y golpeó a Montse por primera vez, para dejarle claro que tenía que respetar a su mamá, quien tenía derecho de pasar tiempo con su nieta cuando lo quisiera sin que tuviera que pedirle permiso.
Ahora Montse y su hija eran prisioneras en una habitación y si salían tenían que hacerlo acompañadas de la suegra o con el tiempo contado.
El abuelito de Montse enfermó y ella se ofreció a cuidarlo, convenció a Armando de mudarse con él a cambio de que lograra que les firmara su testamento dejándoles la casa. Ella no lo intentó, aunque le hizo pensar a su esposo que sí lo hacía.
Tiempo después el abuelito murió y en cuanto esto pasó, su tío mayor los sacó de la casa. No pudieron regresar con sus suegros por falta de espacio. Tuvieron que buscar un casa para rentar.
Ella pensó que al fin tendría libertad, tranquilidad y poder de decisión en su hogar y sí fue así, pero los celos obsesivos de Armando, sus arranques de ira y sus golpes comenzaron a incrementar aún más.
Montse se cuidaba mucho, no quería tener otro hijo con su pareja. Trataba que Lucero no se diera cuenta de las golpizas que le ponía Armando, para que no odiara a su papá, aunque era inevitable que lo ocultara, pues las marcas también eran físicas.
Se acostumbró a la violencia, a su vida gris, a tener que darle explicaciones por todo a su pareja, a salir con el tiempo medido, a que le revisara el teléfono y a que le controlara la manera de vestir.
Un día Armando llegó cansado del trabajo y estalló de ira porque Montse se estaba cortando las uñas y le molestó el ruido, la golpeó tan fuerte que despertó a Lucero, quien corrió a abrazar a su mamá y le pidió a su papá que parara.
A partir de ese evento, Lucero comenzó a mojar la cama cada noche. Montse sintió que estaba viéndose en un espejo ante su hija y no quería que ella repitiera esos patrones.
Se dio cuenta que salir huyendo de la casa de sus papás solamente la había hundido en más violencia y que ahora su hija estaba repitiendo su vida.
Semanas después, cuando su esposo llegó del trabajo le dijo que ya no quería seguir con él, que le pedía que se fuera de la casa, que terminaran su relación de pareja por el bien de su hija. Esto desató la ira de Armando, quien la golpeó tanto que ella dejó de sentir el cuerpo por el dolor.
Montse estaba en el piso doblada, no pudo levantarse y le costaba respirar; Armando le dijo que la llevaría al hospital pero tenían que decir que se había caído de las escaleras.
Tenía una costilla rota, además de golpes en el estómago, piernas, brazos y cara. Pese a que los médicos le preguntaron qué había pasado realmente, ella insistió que sólo había sido un accidente por pisar mal un escalón.
Regresó a casa pero ese día comenzó a idear un plan para irse antes de terminar muerta en una de las golpizas que le ponía su pareja. Su vida ya era insoportable, Armando no sólo la había alejado de su familia y sus amigos, también la golpeaba por cualquier cosa.
Montse le pidió ayuda a su mamá para que le diera dinero; la única forma de que ella lo consiguiera era robándole a su esposo, pero lo hizo para salvar a su hija y a su nieta, aunque eso representara tenerlas lejos y, tal vez, no volverlas a ver.
Un día fue por Lucero a la escuela con una mochila llena de ropa y de allí se fueron a la central de autobuses para tomar un camión a un destino desconocido.
Moría de miedo, pensaba que Armando las iba a terminar encontrando, le iba a quitar a su hija y a ella la iba a matar; además que le angustiaba cómo iba a conseguir trabajo si no tenía estudios ni experiencia en nada.
Al inicio de su nueva vida, Montse y Lucero pasaron hambre y frío pero se tenían la una a la otra. Un día que a Lucero le dio una infección en el estómago, Montse estuvo a punto de llamarle a su esposo para pedirle dinero, aunque eso significara “cavar su tumba”.
Sin seguro médico y con poco dinero, Montse llegó a un centro de salud en donde encontró la ayuda que necesitaba en ese momento y para su futuro, pues una de las enfermeras empatizó tanto con su historia que terminaron haciéndose grandes amigas.
Tiempo después ella la recomendó para ser parte del personal de limpieza en el hospital donde trabajaba y fue hasta entonces que Montse logró estabilizarse económicamente y ofrecerle a su hija una mejor calidad de vida.
Además, su nuevo trabajo también le dio amistades que hoy considera su familia y la acercó a herramientas e información necesarias para no volver a sentir miedo de su ex pareja.
En su trabajo también conoció a su segunda pareja, y aunque su relación tampoco funcionó por múltiples infidelidades, le dejó la bendición de convertirse en madre nuevamente, de una niña a la que llamó Ivette.
Por primera vez en su vida Montse tenía un hogar en el que vivía en paz con sus dos grandes amores.
Armando, aunque intentó averiguar a dónde se habían ido, no hizo mucho por encontrarlas y en poco tiempo volvió a juntarse con otra mujer y tuvo más hijos. Mientras que a Montse la vida le cambió gracias al amor de sus hijas, quienes le dieron el valor para salir del círculo de violencia que vivió durante años.
Todavía se siente culpable por haberle enseñado a sus hijas a normalizar la violencia y tiene miedo que ellas repitan su infierno cuando decidan tener pareja.
Gracias a su inmenso amor de mamá es que pudo huir de su abusador y despertar de la manipulación a la que estaba sometida.
Para Montse cada día es una oportunidad y mientras tenga su red de apoyo compuesto por Lucero e Ivette, sabe que puede con todo. Ellas son esos amores que te salvan la vida y que sí deben existir.
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